La inmortalidad del profesor

O de la profesora. Tanto da. Y es que leyendo hace un tiempo a Santos Guerra, un autor a quien he etiquetado unas cuantas veces por aquí, escritor prolífero, no solo en cuanto a libros y artículos --tal y como podemos ver, por ejemplo, en Dialnet-- sino también en su cita semanal en su blog El Adarve, me encontré con este texto de Rubem Alves.
Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna forma seguimos viviendo en aquellos cuyos ojos aprendieron a ver el mundo a través de la magia de nuestra palabra… Por eso el profesor nunca muere
Este texto puede servir también de pequeño homenaje al recientemente fallecido Felipe Zayas;  aprovecho para recoger una entrada en su blog en esa línea: Ser mejor persona.

Y puesto que yo también he dado alguna clase, aunque haya sido a personas adultas, pienso si cuando comenzaban a dar sus pasos o balbuceos en euskera llegaron a ese punto. Y en la magia de algunos de mis profesoras y profesores que hicieran que aprendieran a ver el mundo tal y como lo hago.

Por cierto. Santos Guerra ha escrito con cierta frecuencia en su bitácora sobre la muerte y su tratamiento en la escuela.

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